Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo, nos dice el autor de la carta a los Hebreos. Sí, por medio de Cristo y en Él, Dios nos ha revelado plenamente el misterio de su amor misericordioso. Jesucristo es la Misericordia Encarnada – escribe santa Faustina. En su encarnación, a través de su vida, de los milagros y enseñanzas, y sobre todo por la Pasión, Muerte y Resurrección, el misterio de la misericordia de Dios nos ha sido revelado con todo su esplendor. Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones – dijo el Santo Padre Juan Pablo II – ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la « condición humana » histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre, bien sea física, bien sea moral. Cabalmente el modo y el ámbito en que se manifiesta el amor es llamado « misericordia » en el lenguaje bíblico (DM 3).
La revelación del amor misericordioso de Dios era uno de los temas esenciales en las enseñanzas de Cristo. Habló de ello, no sólo mediante parábolas, como por ejemplo, la parábola del padre misericordioso y el hijo pródigo (Lc 15, 11-32), la del Buen Samaritano (Lc 10, 30-37); luego, la parábola del siervo despiadado (Mt 18, 1923-1.935), pero también a través de otras parábolas o de su magisterio, donde nos descubría diversos aspectos de este gran misterio (cf. Mt 18, 12-14, Mt 20, 1-15, Lc 15, 3-7). Pero Cristo, no sólo predicaba sobre el amor misericordioso de Dios, sino que sobre todo lo hizo presente e hizo de este misterio el contenido principal de su misión salvífica. Ya lo hizo al principio de su vida pública, al citar palabras del profeta Isaías en la Sinagoga de Nazaret, cuando dijo que había sido enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 18 n). Respondiendo a la cuestión de los discípulos de san Juan el Bautista: ¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?, Jesús les respondió: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Lc 7, 22 n). Resumiendo, se puede decir que la Divina Misericordia se hizo presente en el mundo. Sin embargo, cuando el amor misericordioso de Dios fue más plenamente revelado por su Hijo, fue en su Pasión, Muerte y Resurrección. El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo (DM 7).