El Nuevo Testamento nos descubre plenamente la belleza y la riqueza de la misericordia en las relaciones interpersonales. Es Jesucristo quien nos lo muestra, y lo hace a través de su estilo de vida, los milagros que realizaba y mediante sus enseñanzas. En Él – Misericordia encarnada – la misericordia cristiana encuentra su más perfecto modelo, donde se superan todos los límites, lo cual abarca a toda persona, incluidos los enemigos. Esta misericordia se basa en la verdad revelada, presupone que se cumplan los requisitos de la justicia, pues no la niega, sino que la lleva a su cumplimiento (incluso a costa del sufrimiento y de la muerte), y luego va más allá y sobrepasa sus límites para colmar a la persona con la misericordia. Cristo, en sus enseñanzas, nos ha revelado que la fuente y el motivo de la misericordia humana es la misericordia de Dios, Uno y Trino. La misericordia así entendida constituye la esencia misma de la vida de los cristianos en cuanto a sus relaciones interpersonales. La misericordia, que es un don de amor desinteresado para con el prójimo, edifica y desarrolla la vida cristiana, hace que las personas sean parecidas a Dios, Padre rico en misericordia, y permite que se extienda en el mundo la misericordia de Dios y es, en realidad, la única riqueza del hombre que tiene valor eterno.
¿POR QUÉ DEBEMOS SER MISERICORDIOSOS?
Vamos a mostrar tres motivos bíblicos para ejercer la misericordia a los demás con actos concretos de misericordia. El primero de ellos consiste en el hecho de que el hombre, al ejercer la misericordia, se asemeja a Dios, que es misericordioso. El segundo motivo se basa en el convencimiento de que la misericordia ejercida por el hombre, le permite a éste confiar en que Dios también será misericordioso con él. Finalmente, el tercer motivo está relacionado con el deseo de Dios según el cual, Él quiere que el hombre sea realmente bienaventurado, es decir, feliz.
1. Al ejercer la misericordia, nos asemejamos a Dios misericordioso
(…) Cristo nos llama a imitar a Dios en su misericordia, y lo hace directamente, pero también indirectamente a través de una parábola, mediante las palabras: Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (cf. Lc 6, 36). Cristo subraya que Dios se dio a conocer en la historia de Israel, tal como lo indica el término » Vuestro Padre”. El término oiktirmôn, que puede tener el significado de «misericordioso», o también «compasivo», en virtud del contexto en el que haya sido usado, actualiza su sentido y entonces esta expresión significa «una actitud que va más allá de la justicia, sin esperar la merecida recompensa». Así pues, el versículo que precede a esta exhortación dice así: Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; entonces vuestra recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los perversos (Lc 6, 35). Por lo tanto, ser bueno con los desagradecidos y los perversos consiste en imitar al Padre del Cielo. (…)
San Pablo, autor de la carta a los Efesios, también nos exhorta a imitar a Dios Misericordioso, cuando escribe: Sed amables entre vosotros, compasivos, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo (Ef 4, 32). Todo este contexto nos muestra que, en lugar del pecado o de nuestra primera reacción humana ante el mal que nos hacen los demás, la actitud que debemos tener es la que se expresa mediante la palabra “misericordia”. Es así como nos lo escribe el autor de la carta citada: Por tanto, desechando la mentira, decid la verdad unos a otros, pues somos miembros unos de otros. Si os airáis, no pequéis; no se ponga el sol mientras estéis airados, ni deis ocasión al diablo. El que robaba, que ya no robe, sino que trabaje con sus manos, haciendo algo útil para que pueda socorrer al que se halle en necesidad. No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen. No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda amargura, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros (Ef 4, 25-31).
Encontramos una confirmación de esta exhortación a imitar a Dios en su misericordia, en la misma carta, pero esta vez aparece presentado como un desarrollo peculiar, en el que se define a Dios de un modo único, cuando el autor le llama Dios «rico en misericordia (plousios en eleei): Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo – por gracia habéis sido salvados – y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos (Ef 2, 4-10).
El amor de Dios por «nosotros, muertos a causa de nuestros delitos” adopta aquí, en este pasaje, como tres matices: por un lado, este amor es misericordia, es un amor grande que se inclina totalmente sobre nosotros. Entonces, podemos preguntarnos: ¿el hombre, que ha sido creado por Dios rico en misericordia, para el ejercicio de los actos que le han sido destinados, podrá llevar a cabo actos que sean contrarios a la misericordia? El último pasaje citado, así como el anterior, nos indican el primer motivo para mostrar y ejercer la misericordia para con los demás, pues que esto equivale a imitar a Dios.
2. Al ejercer la misericordia, esperamos recibir la misericordia de Dios
El segundo motivo que impulsa al hombre para ejercer la misericordia se expresa de modo condicionado: Si quieres recibir la misericordia de Dios, sé misericordioso con los demás. El argumento más contundente, y a la vez positivo, que justifica dicha afirmación lo encontramos en las bienaventuranzas: Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5, 7). Esta no es la única justificación de la expresión anterior, pero la bienaventuranza tampoco se puede decir que signifique una recompensa en el sentido literal de la palabra. Aunque sólo sea por esta razón: que la misericordia, por su propia naturaleza, va más allá que la justicia, y por lo tanto es mucho más que una simple retribución o recompensa. La misericordia se nos presenta como un don, pero no como algo que se pueda pagar o merecer. Sin embargo, toda la revelación nos conduce hacia la confianza, incluso refuerza la certeza en aquel que espera la misericordia de Dios, y que se compadece de la miseria del prójimo en su infortunio, asistiéndole con su ayuda, y siempre dispuesto a perdonar. Aunque el pasaje que nos presenta las bienaventuranzas utiliza, en relación con la misericordia de Dios y la misericordia humana, dos términos que tienen la misma raíz, es decir, que tienen un núcleo común (eleêmôn, eleeô), sin embargo, hay una diferencia fundamental entre ambos conceptos: la diferencia está entre aquello donde Dios muestra su misericordia al hombre, y aquello con lo que el hombre es capaz de ser misericordioso con los demás. Aunque el hombre, en la medida de sus capacidades, se asemeja a Dios por la misericordia, como lo subraya san Gregorio de Nisa en sus homilías sobre las bienaventuranzas, cuando dice: si alguien, por ser misericordioso se hace digno de recibir la felicidad de Dios, es porque posee aquel rasgo que define al mismo Dios, pues «tierno y justo es Yahvé, nuestro Dios es compasivo» (Sal 116, 5).
La mejor explicación de la expresión usada en la bienaventuranza es la que encontramos en el Evangelio mismo de san Mateo. En este pasaje del Evangelio, encontramos dos textos sintomáticos que nos muestran dos modos de «ser misericordiosos»; el primero consiste en el perdón (cf. Mt. 18, 21-35), el segundo, en cambio, consiste en asistir a “los hermanos más necesitados con nuestra ayuda” (cf. Mt 25, 31-46). Ocupémonos primero del primer texto.
A la pregunta de Pedro sobre si se debía perdonar a los culpables tanto como 7 veces, Jesús le contestó, que hay que perdonar hasta 77 veces (cf. Mt 18, 21-22); a continuación le dijo una parábola que suele ser conocida como la parábola del deudor despiadado (cf. Mt 18, 23-35). La enorme desproporción entre la deuda del «deudor despiadado» y la de su «compañero en el servicio del mismo dueño” era, dicho en palabras de hoy, astronómica. Mientras que el primero tenía una deuda de 10.000 talentos, es decir, de cien millones de denares, el segundo solo debía al primero 100 denares. Probablemente, la cifra de la primera deuda es hiperbólica porque Jesús tenía la intención de destacar el hecho de que esta deuda era imposible de devolver. En cambio, la segunda cantidad era bien real, guardando una relación de 1:1 000 000 en comparación con la otra. En esta parábola, lo que resulta crucial en su mensaje es el comportamiento del deudor, a quien el amable dueño le había perdonado la deuda, profundamente conmovido por la precaria situación de su siervo (splagchnizomai). Por eso le perdonó aquella enorme deuda (Mt 18, 27), mientras que el siervo ingrato, que pertenecía al mismo grupo social (syndoulos) no sólo no tenía intención de perdonarle a su compañero la pequeña deuda que tenía contraída con él, sino que incluso rechazó la posibilidad de aplazar la fecha del vencimiento de ésta (Mt 18, 29).La actitud del siervo cambia radicalmente el trato que le había concedido hasta entonces el dueño, el cual indica claramente la razón del cambio: Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti? (Mt 18, 33). La condonación de la deuda fue entonces anulada, y aquel siervo ingrato fue tratado con la máxima severidad (Mt 18, 34). Y para que no quede ni sombra de duda, Jesús nos da la llave para poder comprender bien esta parábola, indicando dónde está el tertium comparationis: Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano (Mt 18, 35). Esta frase constituye, al mismo tiempo, la conclusión de la parábola en lo que se refiere a cómo debe ser la vida de las comunidades cristianas en el seno de la Iglesia. Cabe pues decir: el perdón y la misericordia unen a las comunidades, pues son las actitudes para imitar a Dios misericordioso, de quien todos dependemos, y al mismo tiempo, son expresión de nuestro amor auténtico a Dios (J. Homerski).
Otro largo pasaje, que en el Evangelio de san Mateo nos muestra la importancia de la misericordia ejercida con una actitud activa, tiene un carácter de profecía escatológica-apocalíptica, y se conoce tradicionalmente como “el Juicio Final” (Mt 25, 31-46). En este texto, encontramos la clave, en cuanto al significado de las obras de misericordia, en la expresión: En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo (Mt 25, 45). Esto lo dice el Hijo de Dios, y al hacerlo, se identifica con todos los que pasan hambre, sed, y no tienen con qué vestirse, los enfermos y los presos (Mt 25, 40- 45). En este fragmento, aquellos que no ejercieron la misericordia preguntan: Señor, ¿cuándo (…) no te asistimos? (Mt 25, 44). Aquí, el verbo utilizado diakoneo (servir, mostrar solicitud, cuidar) se refiere a todas aquellas actividades que en conjunto puede ser llamadas como «ejercer la misericordia al prójimo» puesto que no resultan de ningún compromiso formal, especialmente si tomamos en consideración que se trata de la preocupación de aquel prójimo que el Evangelio llama el «más pequeño» (elachistos),presentados en una situación de desamparo, cuando se encuentran desvalidos y por eso están a merced de aquellos que les puedan ayudar. Estas acciones que se mencionan corresponden a las obras de misericordia que la Sagrada Escritura destaca, tanto en los libros del Antiguo Testamento como en el judaísmo. Porque en última instancia, este pasaje indica que la condición para ser discípulo de Jesús es la actitud de mostrar una preocupación solícita por los necesitados, pues esto constituye el elemento esencial de la fe, necesaria para la salvación, la cual debe ser comprendida como la misericordia con la que Dios colma al hombre.
Además, incluso sin la necesidad de usar el término griego que equivale a la palabra «misericordia», en el Evangelio de san Mateo se puede encontrar también una justificación más de la actitud de misericordia, que se expresa por la espera de la misericordia por parte de Dios. En primer lugar, encontramos en la oración del Señor, el Padre Nuestro, la petición: perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores (Mt 6, 12). La convicción de la necesidad de mostrar misericordia mediante el perdón, también motivado por la expectativa de poder recibir la misericordia de Dios, aparece en las palabras de Jesús cuando nos asegura que es la manera de poder ser perdonados, lo que es una clara repetición que nos hace profundizar el contenido de la exhortación del Señor en el Padre Nuestro: Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas (Mt 6, 14-15).
En todos estos textos (Mt 6, 12. 14-15), aparece el término afiêmi (“perdonar”, «perdón»), que se refiere tanto a Dios como a la gente, con el fin de mostrar confianza a la hora de obtener el perdón de Dios, gracias al hecho de que las personas se perdonen mutuamente. En otros textos del Evangelio de Mateo, aparece el tema del perdón en la comunidad de la Iglesia como algo muy actual, también en virtud de la misericordia de Dios.
Añadamos por último, que no son pocos los textos de la Sagrada Escritura, a parte del Evangelio de Mateo, donde aparece una advertencia dirigida a todos aquellos que viven sin tener misericordia hacia los demás (cf. Ex 22, 26, St 2, 13).
3. Al ejercer la misericordia, somos felices
Otra justificación para el ejercicio de la misericordia se basa en que este tipo de actitud hace feliz a las personas. En otras palabras, la persona también debería ejercer la misericordia para lograr su propia felicidad. Este es el contenido del macarismo que ya hemos mencionado: Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Cf. Mt 5, 7). El macarismo como expresión, ya era conocido en la antigua Grecia, y expresa admiración por la felicidad de otra persona; suele aparecer expresado con los términos «feliz, porque» (makarios, hoti) o «feliz, quien» (makarios, hos), y para subrayar la intensidad lo expresa con el término «triplemente feliz «(trismakarios). Plenamente feliz, hasta ocho veces, es aquel a quien se refieren las ocho bienaventuranzas del Evangelio de san Mateo. Ciertamente, para poder alcanzar esta admirable plenitud de felicidad, necesitamos tener una actitud de misericordia.
Por lo general, los macarismos del Nuevo Testamento son declara- ciones paradójicas, en las que los valores más apreciados, se devalúan, mientras que a los valores despreciados se les da un valor extraordinario. Así ocurre ya en la primera de las Bienaventuranzas, donde no se consideran bienaventuradas a las personas ricas, sino a los pobres: «Bienaventurados los pobres de espíritu…» (Mt 5, 3). Por lo general, los macarismo suelen tener un carácter escatológico, también en el Nuevo Testamento, incluyendo los evangelios sinópticos. En la bienaventuranza que es objeto de nuestro análisis, la causa que nos permite llamar «bienaventurados» a los misericordiosos se expresa también en la forma verbal del futuro: porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5, 7). La forma de pasivo (eleêthêsontai), sin sujeto de acción, indica que es Dios quien otorgará la misericordia, como respuesta a la actitud misericordiosa de las personas. Sin embargo, aquellos “misericordiosos» ya en este momento merecen admiración y ser llamados “bienaventurados”, pues es así como el término makarios suele traducirse. El principio expresado por un macarismo suele ser atemporal, tanto si se trata del perdón, como si se trata de ejercer la caridad al acudir en ayuda de los necesitados, y en todos esos casos la persona merece ser verdaderamente bienaventurada.
(…) Todas estas exhortaciones, tanto las del Antiguo Testamento como las del Nuevo Testamento, en cuanto a ser misericordioso para alcanzar la propia felicidad, se pueden concluir resumiéndolas en las palabras que se atribuyen a Jesús, aunque no aparecen en los Evangelios: Mayor felicidad hay en dar que en recibir (Hch 20, 35). Podemos transformar esta máxima en una simple exhortación: Más felicidad produce el ejercicio de la misericordia que el hecho de recibirla. Aquellos que ejercen la misericordia están bien convencidos de ello.
Padre Roman Pindel
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El texto completo con citas se puede encontrar en: P. Roman Pindel, Dlaczego mamy być miłosierni, w: W szkole miłosierdzia św. Faustyny i Jana Pawła II. Referaty z III Międzynarodowego Kongresu Apostołów Bożego Miłosierdzia, Editorial „Misericordia”, Cracovia 2008, pág. 63 – 84.
Traducción del polaco: Xavier Bordas Cornet
Misericordia/La Misericordia en las relaciones interpersonales