Al hablar de la misericordia cristiana, nos estamos refiriendo a los actos que son moralmente buenos. La teología no sólo describe los actos humanos, sino que también da los criterios necesarios para su evaluación moral. Un acto (incluyendo el acto del pensamiento humano) desempeña un papel muy importante en la vida de toda persona, puesto que forma su personalidad, modela las actitudes, influye en el desarrollo de la vida espiritual, o al contrario, la deteriora degradando a la persona, y entonces inhibe su desarrollo como ser humano y cristiano. Los actos nos hablan sobre quién es una persona determinada, y constituyen su bondad o su maldad, y al mismo tiempo nos revelan su semejanza con la imagen del Hijo de Dios, o bien al contrario, dejan al descubierto lo mucho que se diferencia. Cada acto deja una huella en el hombre: multiplica el bien o lo aminora, disminuyendo el capital de bien que ya existía en la persona; por ello, las elecciones que hace la persona, las decisiones que toma y toda su acción son tan extraor- dinariamente importantes.
El Señor Jesús aseguró que nuestra entrada en el Reino de los Cielos dependerá de nuestros actos moralmente buenos. Les dio un rango superior a las profecías o al hecho de hacer milagros en su nombre, pues nos dijo: No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 7, 21), es decir, se refiere a todo aquel que realice actos conformes a la voluntad de Dios. Su exhortación a llevar a cabo actos buenos es incluso más fuerte cuando nos presenta la escena del Juicio Final (Cf. Mt 25, 44–46).
La evaluación moral del acto humano (racional y realizado en libertad), primero tiene lugar en la conciencia de cada persona. Esto es así, pues en ella, la persona descubre que tiene inscrita una ley (Cf. Constitución Dog- mática Gaudium et Spes 16, CCC, 1776).
La conciencia muestra el valor moral de toda acción humana y lo hace con una autoridad tal, que nos reprocha algo o nos da un sentimiento de satisfacción. El Concilio Vaticano II dice que la conciencia del hombre es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, donde el hombre se encuentra con Él. Al decir que la conciencia es el lugar de encuentro donde Dios dialoga con el hombre, cuya voz resuena en lo más íntimo de la conciencia, nos referimos sólo a una conciencia que esté rectamente formada, es decir, que se apoye en la verdad de la ley de Dios, la cual constituye la norma universal y objetiva de la moralidad. La conciencia, pues, no crea de forma autonómica normas morales propias, sino que interpreta las normas morales objetivas y las aplica a los actos concretos de la vida humana. No es suficiente decir que uno procede conforme a la conciencia, pues hay que añadir: conforme a una conciencia que ha sido formada de acuerdo con una ley moral objetiva.
Para hacer una valoración moral de los actos humanos son útiles también los criterios que han sido desarrollados por el magisterio de la Iglesia. Estos criterios incluyen: el objeto de la acción, la intención y las circunstancias. Un acto es moralmente bueno sólo si estos tres criterios son consistentes con la ley moral objetiva, la ley de Dios.
Criterios de la valoración moral
Los actos humanos, es decir, las decisiones y acciones tomadas consciente y libremente, pueden ser considerados como moralmente buenos o malos. La moralidad de los actos humanos depende:
– del objeto elegido;
– del fin que se busca o la intención;
– de las circunstancias de la acción.
El objeto, la intención y las circunstancias forman las ‘fuentes’ o elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos (CCC, 1750), estos son los criterios, bajo cuya luz podemos declarar que un determinado acto es bueno o malo.
1. El objeto
El elemento primario y decisivo para el juicio moral de una acción es el objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenación» al bien y al fin último que es Dios (VS 79). El objeto del acto es el valor objetivo hacia el cual una acción está enfocada por su propia naturaleza. Por ejemplo, el objeto de la oración es la gloria de Dios, es decir, la oración por su naturaleza busca dar gloria a Dios; en cambio, el fin que busca la mentira, es el de engañar al oyente, etc.
El objeto del acto puede ser bueno, malo o indiferente, dependiendo de si se ajusta a los objetos de las normas morales. Un acto que procede de un objeto bueno, es aquel que está conforme o en consonancia con el bien auténtico de la persona (el bien es determinado por normas objetivas de moralidad), y está sujeto al fin último y al bien supremo, que es Dios mismo. El magisterio de la Iglesia también habla de actos que son «intrínsecamente malos»: son actos irremediablemente malos, por sí y en sí mismos no se ordenan a Dios y al bien de la persona (VS 81). Estos actos son siempre malos, por motivo de su objeto, independientemente de la intención que llevaba la persona que actuaba y de las circunstancias. El Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática «Gaudium et Spes», menciona una larga lista de tales actos:
Cuanto atenta contra la vida – homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado -; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador (Gaudim et Spes 27).
Hoy en día, se trata de justificar muchos de estos actos que proceden de un objeto malo, y se justifican argumentando con la libertad, la buena intención de la persona o mediante la misericordia mal entendida. Por ejemplo, la eutanasia es algo que es contrario a la verdad bíblica sobre el bien del hombre que procede de los mandamientos de Dios. Provocar la muerte de los enfermos terminales es un acto malo por su objeto malo, ya que matar a una persona es un mal por si mismo. Si el objeto de un acto es malo, el acto no será nunca bueno, ni será misericordioso, aunque sean miles las personas que así lo piensen o que así lo llamen, intentando justificar su postura, mediante «un bien aparente,» e incluso argumentando que hay que tener «misericordia» hacia los enfermos, los ancianos («así no se padecerán», “ya no tendrán que sufrir «,» tiene derecho a una muerte digna «). En esta forma de pensar no hay lugar para hablar de actos buenos, ni tampoco de una auténtica caridad cristiana ni de la verdadera misericordia cristiana, porque se ha omitido la verdad acerca de Dios y el verdadero bien del hombre. En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados – dice san Agustín -, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos, ya no serían pecados o -conclusión más absurda aúnque serían pecados justificados? Sin embargo, en nuestros tiempos, en los que desaparece la conciencia del mal y del pecado, no es raro que aparezcan voces que tratan de invertir el orden de los valores y llaman bien al mal (eutanasia, aborto, homosexualismo, etc.). Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección (VS 81).
Finalmente hay actos que son indiferentes, es decir, ni buenos ni malos, cuyo valor moral viene dado por la intención y por las circunstancias. El objeto del acto puede ser moralmente indiferente, pero el acto no. Por ejemplo, ir de paseo, tiene un objeto moralmente indiferente, pero si se hace por motivos de salud, sea la propia o de la persona de la que cuidamos, entonces es un acto moralmente bueno. El mero hecho de comer o beber es, desde el punto de vista del objeto, moralmente indiferente, pero abusar de la comida o de la bebida en determinadas circunstancias, es un acto moralmente malo.
2. La intención
La intención es un elemento esencial a la hora de evaluar los actos humanos desde el punto de vista moral. En la intención, la voluntad del hombre se orienta hacia el objetivo, se refiere al final de la acción. La intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último (VS 82). La intención hace que la acción de un objeto indiferente se convierta en buena o en mala (por ejemplo, visitar a un conocido, cuando se hace con la intención de regañarla, es un acto malo). La acción que lleva un buena intención puede ser más o menos buena (por ejemplo, la “limosna de la viuda”), o puede ser mala (por ejemplo, la oración o la limosna, cuando surgen de un objeto bueno, pero buscando la vanagloria, entonces se convierte en un acto malo). Así pues, una acción que surge de un objeto malo, por la intención se convierte en algo menos malo, pero nunca puede ser bueno (Cf. CCC 1753). Aquí se cumple el principio que reza: el fin no justifica los medios. No puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena (VS 72).
3. Circunstancias
Las circunstancias, comprendidas en ellas las consecuencias, son los elementos secundarios de un acto moral (CCC 1754). Las circunstancias pueden aumentar o disminuir el bien o el mal de una determinada acción. Por ejemplo, el robo en una tienda es un mal menor que robar en una iglesia, porque en este último caso se trata de un sacrilegio. Asimismo, debemos valorar distintamente el hecho de no ir a misa por motivo de enfermedad, que no ir a misa por irse de excursión u por otras circunstancias.
Las circunstancias pueden hacer que un acto de un objeto indiferente se convierta en bueno o malo, y un acto bueno por tener un buen objeto, puede convertirse en bueno o mejor (por ejemplo, es malo cuando se reza a expensas de las obligaciones de estado), pero un acto con objeto malo, nunca será bueno, aunque las circunstancias sean propicias o ayuden (por ejemplo, la mentira, la llamada “mentira piadosa”, nunca podrá ser justificada o moralmente buena. Las circunstancias no pueden de suyo modificar la calidad moral de los actos; no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala (CCC 1754).
Al evaluar el valor moral de la acción, cabe considerar siete factores o circunstancias, que responden a las siguientes preguntas fundamentales: ¿quién?, ¿qué?, ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿de qué manera? y ¿por qué? Esta última circunstancia se corresponde con la intención. Lo que cuenta es la intención que lleva la persona que realiza el acto, lo que se puede ver en casos de escándalo: este es tanto mayor, cuanto más relevante sea el cargo que desempeña en la sociedad la persona que lo comete. Por ejemplo, mayor es el escándalo que comete un padre en relación con su hijo, que cuando el mismo pecado lo hace otra persona, o también mayor es el escándalo que comete un sacerdote, que el mismo acto hecho por un laico. Sobre el valor moral de la acción también influyen las circunstancias del momento en que ocurre o del lugar (por ejemplo, una fiesta en tiempo ordinario o durante la Cuaresma, el ayuno los viernes de Cuaresma u otros días de la semana).
En nuestros tiempos, un grave error que se comete es el llamado situacionismo, que afirma que lo que decide sobre si un acto es bueno o no es la situación, es decir, las circunstancias. En muchos casos, se justifican actos malos mediante determinadas circunstancias, afirmando que son buenos. Se dice a menudo: los tiempos son así, como que todos roban, yo también puedo robar; o como que todos mienten, no hay nada malo si no digo la verdad. No obstante, las circunstancias deben aumentar la posibilidad de hacer el bien de modo consciente, en conformidad con las normas morales objetivas.
Un acto, para ser un acto de misericordia, debe ser moralmente bueno, es decir, que tiene ser conforme totalmente a la verdad de los mandamientos de Dios. Para reiterar lo dicho: el objeto debe ser bueno, pero también la intención y las circunstancias. Un acto es moralmente bueno, cuando estos tres elementos son conformes a la voluntad de Dios, que ha sido revelada al hombre en la ley moral y, por lo tanto, debe ser consistente con el fin último del hombre, con su objetivo definitivo. Si los actos humanos cumplen los requisitos de la ley de Dios y conducen al fin definitivo, entonces cabe considerarlos como buenos; en cambio, son malos, si no coincide con los mandamientos y disuaden a la persona del objetivo final de la vida del hombre. Entonces, si nuestras acciones deben ser actos de misericordia, deben tener en cuenta y realizar el verdadero bien de las personas, incluido en los mandamientos, y, de ese modo, nosotros, como autores de la acción nos subordinamos voluntariamente a su fin definitivo, es decir, a Dios mismo. Se trata pues de que aquello que hacemos por los demás, surja no sólo de una verdad objetiva sobre lo que es bueno, sino que también tenga en cuenta el bien real de la persona, es decir, que se apoye en la verdad objetiva y universal de la ley de Dios, que prohíbe las conductas que sean contrarias al bien temporal y al bien definitivo de cada persona. Se trata pues, de que el ejercicio de la misericordia exprese el amor hacia la persona, y esto ocurre cuando amamos su bien verdadero.
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Texto completo: Congregación de la Hermanas de la Madre de Dios de la Misericordia, Wartość moralna czynów ludzkich, w: Piękno i bogactwo miłosierdzia (El valor moral de los actos humanos, en: La belleza y la riqueza de la misericordia), Editorial Misericordia, Cracovia 2004, s. 28-41.
Traducción del polaco: Xavier Bordas Cornet
Misericordia/La Misericordia en las relaciones interpersonales