Siempre he apreciado y sentido cercano el mensaje de la divina Misericordia. Es como si la historia lo hubiera inscrito en la trágica experiencia de la segunda guerra mundial. En esos años difíciles fue un apoyo particular y una fuente inagotable de esperanza, no sólo para los habitantes de Cracovia, sino también para la nación entera. Ésta ha sido también mi experiencia personal, que he llevado conmigo a la Sede de Pedro y que, en cierto sentido, forma la imagen de este pontificado – Estas palabras pronunciadas por el Papa Juan Pablo II en el Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia-Łagiewniki son la clave para entender su vida, su magisterio y su ministerio apostólico. Inspirado por el mensaje de la Divina Misericordia, que Dios le había transmitido a Sor Faustina, Juan Pablo II escribió la primera encíclica, en la historia de la Iglesia, dedicada a la Divina Misericordia. “Dives in Misericordia”. Asimismo, introdujo en la Liturgia de la Iglesia, la Fiesta de la Divina Misericordia el primer domingo después de Pascua y finalmente consagró a todo el mundo a la Divina Misericordia, para que en ella la humanidad entera encuentre la salvación y la luz de la esperanza.
La beatificación y canonización de santa Faustina, las peregrinaciones al Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia-Łagiewniki, el cruzar el cambio de siglo y las nuevas amenazas del nuevo milenio, así como sus viajes apostólicos y su magisterio transmitido, por ejemplo, en los Regina caeli, eran oportunidades para acercar al mundo el mensaje de la Misericordia, verdad de la fe que encontramos tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento. El empeño por ir profundizando el misterio del amor misericordioso de Dios para con el hombre, le condujo a mostrar plenamente en qué consisten las actitudes evangélicas: la confianza en Dios y la misericordia ejercida a favor del prójimo. El Papa Juan Pablo II pidió, en repetidas ocasiones, que los cristianos de nuestros días se convirtieran en verdaderos apóstoles, testigos de esta verdad de la fe, porque – como afirmaba – Nada necesita el hombre tanto como la Divina Misericordia: ese amor que quiere bien, que compadece, que eleva al hombre, por encima de su debilidad, hacia las infinitas alturas de la santidad de Dios.
Para la Iglesia y para el mundo entero, fue un signo indudable la fecha de su muerte, que coincidió con la víspera de la Fiesta de la Misericordia, el sábado día 2 de abril de 2005, cuando la Iglesia celebraba ya litúrgicamente esta gran fiesta. De ese modo, el Santo Padre nos indicaba otra vez, como si fuera a título de testamento, aquello que es lo más esencial para la Iglesia y para el mundo. El camino de la esperanza pasa por el conocimiento de la misericordia de Dios, el abandono a Él y la caridad ejercida a las demás. ¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios tiene el mundo de hoy! – dijo Juan Pablo II en el año 2002 en el Santuario de Cracovia – En todos los continentes, desde lo más profundo del sufrimiento humano parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde reinan el odio y la sed de venganza, donde la guerra causa el dolor y la muerte de los inocentes se necesita la gracia de la misericordia para calmar las mentes y los corazones, y hacer que brote la paz. Donde no se respeta la vida y la dignidad del hombre se necesita el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el inexpresable valor de todo ser humano. Se necesita la misericordia para hacer que toda injusticia en el mundo termine en el resplandor de la verdad.