Santa Faustina deseaba ser una gran santa, y alcanzar la gloria de los altares (Cf. Diario 150). Muchas veces escribió sobre su deseo de alcanzar la santidad, y por eso con gran determinación y de modo consecuente la buscaba. Oh Jesús mío, Tu sabes que desde los años más tempranos deseaba ser una gran santa, es decir, deseaba amarte con un amor tan grande como ninguna alma Te amó hasta ahora (Diario 1372). Ella murió en olor a santidad el día 5 de octubre de 1938 a la edad de 33 años. La fama de santidad de su vida fue creciendo junto con el desarrollo de la devoción a la Divina Misericordia, según las formas transmitidas por ella misma. Gran multitud de peregrinos venían a su tumba, en el cementerio del convento de Cracovia-Lagiewniki, y pedían muchas gracias y favores por su intercesión.
El 21 de octubre de 1965, el Obispo Julian Groblicki, delegado por el Arzobispo de Cracovia Karol Wojtyla, inició una sesión solemne el proceso de información sobre la vida y virtudes de Sor Faustina, durante el cual fueron entrevistados 45 testigos acerca de su vida, se recogieron las cartas y otros escritos y se llevó a cabo el proceso referente a la falta de culto público. Más tarde, el 25 de noviembre de 1966, fueron trasladados los restos mortales de la Sierva de Dios desde la tumba donde se hallaba en el cementerio hasta la capilla del convento. El ya entonces Cardenal Karol Wojtyla, el 20 de sep- tiembre de1967, presidió la celebración de clausura del proceso informativo a nivel diocesano. Los documentos del proceso fueron enviados a Roma, y el 31 de enero de 1968 la Congregación para las Causas de los Santos dejó abierto el proceso de beatificación. El 7 de marzo de 1992 el Papa Juan Pablo II promulgó el decreto de las virtudes heroicas, y el 21 de diciembre de aquel mismo año firmó el decreto sobre el milagro y fijó la fecha para la beatificación, que sería el 18 de abril de 1993 en Roma.
Sor Faustina, muchos antes de la beatificación, describió en su “Diario” su camino a la gloria de los altares del siguiente modo: Una vez vi una multitud de gente en nuestra capilla y delante de ella, y en la calle por no caber dentro. La capilla estaba adornaba para una solemnidad. Cerca del altar había muchos eclesiásticos, además de nuestras hermanas y las de muchas otras Congregaciones. Todos estaban esperando a la persona que debía ocupar lugar en el altar. De repente oí una voz de que era yo quien iba a ocupar lugar en el altar. Pero en cuanto salí de la habitación, es decir del pasillo, para cruzar el patio e ir a la capilla siguiendo la voz que me llamaba, todas las personas empezaron a tirar contra mí lo que podían: lodo, piedras, arena, escobas. Al primer momento vacilé si avanzar o no, pero la voz me llamaba aun con más fuerza y a pesar de todo comencé a avanzar con valor. Cuando crucé el umbral de la capilla, las Superioras, las hermanas y las alumnas e incluso los Padres empezaron a golpearme con lo que podían, así que, queriendo o no, tuve que subir rápido al lugar destinado en el altar. En cuanto ocupé el lugar destinado, la misma gente y las alumnas, y las hermanas, y las Superioras, y los Padres, todos empezaron a alargar las manos y a pedir gracias. Yo no les guardaba resentimiento por haber arrojado contra mí todas esas cosas, y al contrario tenía un amor especial a las personas que me obligaron a subir con más prisa al lugar del destino. En aquel momento una felicidad inconcebible inundó mi alma y oí esas palabras: Haz lo que quieras, distribuye gracias como quieras, a quien quieras y cuando quieras. La visión desapareció enseguida (Diario 31).